Vitoria es la última víctima del feroz ataque que sufre la Tauromaquia y a la que dejarán sin toros, al menos, durante la próxima temporada. Antes lo fue la Cataluña hasta caer el bastión de Barcelona, también San Sebastián –con feliz regreso en 2016- o La Coruña, capitales que perdieron la larga tradición taurina escrita en los legajos de su historia.
Hoy, aunque al ‘sistema’ que ‘malcomieran’ la Fiesta estas cosas le dan igual y así lo demuestran, es otro día de mucho dolor para la Tauromaquia. Jornada donde vemos cómo el bando contrario ataja caminos y lentamente recorta el mapa del toreo, cada año más reducido y con nuevas plazas encendiendo las alarmas. Se quiera ver o no esa es la realidad y un punto sobre el que se debería trabajar desde ya. Pero en este espectáculo quienes están dentro de él a quien escribe estas cosas y las denuncia lo llaman ‘catastrofista’.
La realidad no es otra que una catástrofe que trae una pérdida, la de una feria que tuvo días para enmarcar y fue escenario de tardes para el recuerdo. Aquella ‘Blanca’, llamada así por los taurinos y vivida con carácter de acontecimiento, lejos de la seriedad del toro de Bilbao y con un público entusiasta, gemelo al de San Sebastián en el viejo Chofre. Era la ‘Blanca’, uno de los tres ejes de la Fiesta vasca que acartelaba a las figuras y además ofrecía siempre la corrida extraordinaria de ‘Los Blusas’ e incluso en otras épocas la del 18 de julio organizada por Segundo Arana. El entusiasta de Arana, quien ya mayor también llegó a ser responsable el abono y del que aún lo recuerdo, con su cortinilla de pelo para cubrir la calva y su inseparable gabardina, durante los días de mi niñez llegar al Campo Charro en su ‘Tiburón’ junto a novilleros que ayudaba para prepararse en las ganaderías.
Y si Arana fue un ejemplo en la mejor época de Victoria no podemos olvidar a otros empresarios que contribuyeron al esplendor. Tiempos que la ‘Blanca’ era una feria de postín, gracias a Javier Guinea, Manolo Chopera, Victoriano Valencia o al inolvidable Santos ‘El Serranillo’, todos de imperecedero recuerdo.

Hoy, con el legado taurino de esa tierra aflorando en los poros de la añoranza no puedo menos que tener presentes conversaciones con toreros que en las arenas de su vieja plaza dejaron el sello de su clse. Porque Vitoria fue un sello de distinción durante el siglo XX y que luego, en la llegada de las vacas flacas –al igual que tantas otras- no supieron abonar para su futuro. Y lentamente comenzó la sangría, junto a la construcción de una nueva plaza cubierta, un tauródromo, que no acabó de gustar a la gente para propiciar que los políticos separatistas metiera la cuña con imposible pliegos y la próxima temporada ya no tenga programación taurina.
Atrás queda el esplendor de Julio Aparicio, de El Viti, ídolo en esa ciudad desde una memorable tarde frente a una corrida del Marqués de Domecq; de Diego Puerta, a quien solamente le faltó recibir las llaves de las ciudad; más tarde Dámaso González o El Niño de la Capea, que el norte fue suyo, también Julio Robles o más recientemente Juan Mora, que recibió tanta admiración de ese público al dejar en Vitoria varias veces el poso de su torería.
Esta tarde prenavideña, cargada de nostalgia y con la ‘Blanca’ desmochada del árbol del toreo vuela la imaginación a tantas conversaciones escuchadas a viejos maestros que hablaban con pasión de su paso por Vitoria. De esa Vitoria, hoy desolada y dejada por un ‘sistema’ taurino que jamás supo sembrar. Ni tampoco los distintos frentes de una Fiesta cada vez más acorralada. Porque Vitoria jamás se debió dejar ir al desagüe, pero nadie movió un dedo, ni siquiera la Fundación del Toro, entidad que debió de poner orden si es que ellos pretenden velar por el futuro de la Fiesta. De esta Fiesta que, gota a gota, se desangra con los estamentos de brazos cruzados.
