Con la primavera en la enfermiza eclosión de este año marcado por la sequía, la otra tarde, después de conocer la romería campestre del día de La Cruz en el convento serrano del Zarzoso, emprendimos camino a la villa medieval de Monleón (el pueblo de los mozos que se va a arar temprano, para ir a la corrida…, que dice la popular canción). En ese hermoso lugar de las entresierras, el inmortalizado por Manolo Díaz Luis, el querido escritor de Campillo que allí buscaba la inspiración para recoger esa belleza en algunas de sus obras, es una delicia evadirse del mundanal ruido para encontrar el sosiego y la paz que se respira en sus calles. En ese rincón, el inolvidable Manolo, se sintió tan dichoso que se guarda con tanta gratitud su memoria literaria que en aquellas calles sigue vivo su legado, junto a un espacio que recuerda su vinculación afectiva que le unió para siempre a ese lugar.
Monleón es el encanto perdido del Alto Alagón y de la antesala de la sierra, un pueblo para soñar y perderse en el esplendor de la primavera. Un lugar idílico al que siempre por estas fechas regresamos, tras descubrirlo hace ya varios años, en una tarde de verano y desde entonces, como si fuera un flechazo, ya forma parte de los rincones enmarcados en cristal. Porque es como si fuera un puente que une la magia de lo real con el sabor añejo y las tradiciones vivas de un rincón tan hermoso levantado en piedra labrada con sobriedad por las manos de oro de los maestros canteros.
Regresar a este pueblo, tan hermoso, es una acaricia para el espíritu, al igual que pasear por sus calles, en las que uno permanece un largo rato admirando las viejas casas antes de alzar la mirada a lo alto para sorprendernos con esa joya de torre del homenaje de su castillo, tan bien restaurado que llama la atención. Aunque luego nos encontramos con la mala suerte de encontrarse cerrado y habrá a mejor ocasión para que coincida con que sus dueños, los herederos de don Salvador Llopis, se encuentren y abran la puerta para pisar sobre las viejas piedras berroqueñas de uno de los mejores castillos de la región.
Ahora, con el bello contraste del verde primaveral, Monleón parece distinto al que descubrimos en aquel verano, pues lejos del bullicio agosteño, en esa tarde del día de La Cruz hay paz para hacer que el viajero disfrute con mayor tranquilidad. Hoy sus calles están semivacías, sin chavales que corren por ellas. Tan solo dos viejas comadres se detienen para hablar con el forastero, quien observa que lo miran como si se tratase de un bicho raro por lo que al despedirlas busca un espejo para ver si tiene monos en la cara.
– “¿No será usted de los ‘aparicios’ de Guijuelo?”, pregunta una comadre, la más mayor, enlutada, con velo en la cabeza y gafas.
– No señora, se confunde usted, servidor es de los ‘mineros’, de Los Santos.
Entonces, el viajero se da cuenta que las señoras han creído su broma y opta por despedirse para continuar caminando, aunque pronto se arrepiente y decide volver sobre sus pasos dándose la vuelta para tratar de decirle que es un turista que está prendado del pueblo y las palabras que le dijo no eran otras cosas que el fruto de su imaginación. Sin embargo al alcanzar el lugar donde se encontró con las dos comadres, éstas ya se han marchado y allí, donde cotilleaban sobre la visita de aquel personaje grandullón y de pelo rizado, ahora hay aparcada una furgoneta blanca. Luego, tras mirar hasta donde alcanzan sus ojos, como el viajero no ve a nadie, le entran ganas de gritar:
– “¿Hay alguien por ahí?”.
Finalmente decide no hacerlo, sobre todo para no enturbiar más la paz del pueblo tan hermoso, ni seguir dando que hablar entre las viejas comadres, cuando descubre que ahora lo observan tras unos visillos de una cercana vivienda.