Medio siglo atrás –según las crónicas- amaneció despejado en los campos de Castilla y, a medida que el reloj avanzaba, el intenso calor se hizo dueño en aquel día de San Agustín, jornada festiva en numerosas localidades. Entre ellas la salmantina Villavieja de Yeltes, guardiana de las más puras tradiciones charras y cuna de prestigiosas ganaderías.
Esa tarde festiva, con el pueblo abarrotado de lugareños y forasteros, se anuncia un festejo que acartela a tres promesas del toreo: Antonio Luis, Julio Robles y Rafael Gómez, quienes darán cuenta de los erales encerrados de una divisa local. Los tres llegan deseosos de ofrecer lo mejor de su repertorio ante un público selecto, sabedores que en los gradas y balcones no faltarán nombres de postín. Entre otros los prestigiosos ganaderos Dionisio Rodríguez, junto a sus hijos Paco, Dioni y Andrés; los hermanos Paco y Salustiano Galache con su cuñado Habacuc Cobaleda; Manuel Santos Galache… junto a la nómina tan grande gentes de gentes de campos y magníficos aficionados que cuenta el censo de Villavieja.
Uno de los componentes de la terna actuante vive el día especial de ser la primera vez que viste de luces, después de haber tomado parte en varios festejos de corto. Se trata de Julio Robles, hijo del secretario judicial de la vecina villa de La Fuente de San Esteban y a quien ayuda el torero y paisano Paco Pallares, que contempla dar ese nuevo paso en la historia fecha del veintiocho de agosto de 1.968, justo veintiún años después de que ese día todas las portadas reflejasen la trágica muerte de Manolete, en Linares. En las fechas previas y con la inquietud del debut, Julio Robles acude a Madrid, junto a su fiel Paco Pallarés, para adquirir un vestido de luces de segunda mano. De esos momentos, el mismo Pallarés nos contaba, en su día, lo siguiente:
“Fuimos a casa de la maestra Nati, que era donde me vestía. Julio era la primera vez que viajaba a Madrid y no veas qué contento iba interesándose por todo. Me pidió que le enseñara la plaza de Las Ventas y casi se emociona al pisar la arena, la misma donde acabaría realizando algunas de sus mejores faenas. Era feliz allí; mientras, me decía que con todos esos tendidos llenos debía ser impresionante. Por la tarde fuimos a visitar el coso de Vista Alegre, la célebre ‘chata’ y también le entusiasmó; mientras, le contaba historias allí sucedidas, como las novilladas que encumbraron a El Viti, la famosa Oportunidad de Palomo Linares… Fueron dos días muy completos y también conoció los hoteles taurinos de Madrid, el Wellington y el Victoria. A la vuelta, al volver para acá, le decía que la próxima vez que fuéramos sería para hacerse un vestido nuevo. Pero lo importante era que, poco a poco, se sentía torero y comenzaba a sentir vocación por la profesión que había iniciado”.
Villavieja, con sus riberas regadas por el Yeltes, río de finas aguas, de las que beben, a lo largo y ancho de sus riberas, multitud de toros bravos, es el pueblo que ve debutar de luces a Julio, hace ahora cincuenta años. Ahí llegó el primer peldaño de una brillantísima carrera. Esa tarde, en el coso taurino levantado en la plaza de Isabel La Católica, el precioso ágora villaviejense con sus soportales y su enlosado de lonchas de granito, Julio gustó con una interpretación aún bisoña y que ya dejaba entrever todo o que vendía después. Al final los aficionados locales sacaran a hombros al torero en ciernes, quien más tarde recibió un montón de felicitaciones en la fonda de la familia Moro y de paso daban la enhorabuena a Paco Pallarés, tan conocido por esa comarca, donde contaba con numerosos admiradores que tanto lo habían aplaudido en su reciente irrupción como novillero de postín.
Hoy de aquellos históricos episodios de la Fiesta hace ya medio siglo. De aquel día de San Agustín cuando Julio Robles escribía la primera página de su inmenso legado. Y para ello nada mejor que el escenario tan charro de Villavieja de Yeltes para quien fue un torero que supo representar tan bien los valores de Salamanca y de la esencia charra.