Se nos fue Clemente, el viejo Luguillano, el que se anunció Luguillano Grande, el creador de una dinastía que llevó a su patria chica por bandera y padre de un artista. De David Luguillano, un torero de excepción, que fue su debilidad. Hoy con su marcha llora la Virgen de Luguillas, patrona de su querido Mojados y a quien siempre se encomendaba, que siente el luto en en el adiós de Clemente, quien fue siempre su embajador.
Clemente, que tocó todos los palos en el toreo, hasta su último suspiro no perdió su sonrisa, ni su entusiasmo, que fueron dos pilares de una vida marcada por su familia -su debilidad- y siempre la Tauromaquia, en el que se centraron todos los caminos de su vida desde que siendo un chaval que estudiaba Comercio en Salamanca descubrió ese mundo. Y ya desde entonces, junto a la torería andante que pasaba el invierno a la vera del Tormes, inició sus pasos en el toreo, fijándose en los Girón, en Antoñete, en Jumillano, en Dámaso Gómez… Porque el toreo se convirtió en su meta y su verdadero aliento, más allá de prepararse para estar algún día al cargo del negocio familiar de cárnicas, que instalaron sus padres –procedentes de la localidad salmantina de Santibáñez de Béjar- en la villa de Mojados.
Clemente fue novillero de largo recorrido. Personaje gracioso, simpático, de exquisita conversación y con miles de anécdotas que jalonaban su vida, era un acontecimiento escucharlo. E incluso te aflora la risa al contar su presentación en Salamanca, en un festival que organizaba Teodoro Hernández El Zamorano en Aldeádavila de la Ribera y al no tomar bien la nota de su nombre artístico lo anunció como Clemente Castro El Ladillano. Y él era quien más se divertía contando aquel episodio.
Pronto comenzó su hermano Santiago a torear y dirigió sus pasos con las grandes condiciones que atesoraba para alcanzar el estrellato y salir varias veces en hombros por la puerta grande de Las Ventas, en una etapa que formó pareja con Agustín Castellanos El Puri. Y después su hermano Juan Carlos, un torero de esencias que se hacía llamar Luguillano Chico y fue novillero de postín, con alternativa de lujo, aunque ese mismo día se retiró por un problema de tuétanos. Luego, Clemente, siguió por su cuenta, siempre con la fiel colaboración de Ana, su mujer y gran señora, a la par que organizó infinidad de festejos por media España y también apoderó a muchos toreros, donde siempre dejó su sello de originalidad en los apodos: El Divino, El Fenómeno…
Nunca pasaba inadvertido allá donde estaba y era un poco como Rafael El Gallo, que cada vez que llegaba a un sitio todo el mundo se alegraba e iban a saludarlo. Porque Clemente era todo alegría, generosidad, alma desprendida, buena persona, con un corazón de oro. Mientras iban creciendo sus hijos –Ana, Jorge y David- y como era previsible, en aquel ambiente, a los dos chicos les entró el veneno del toro desde niños, hasta el punto que rápidamente comenzaron a torear y era un acontecimiento verlos. No tardando mucho, Jorge se quedó en el camino y David siguió sus pasos hacia adelante, siempre con una interpretación exquisita, con el gusto y el duende por bandera, hasta el punto de ser novillero puntero en una generación con grandes nombres para tomar una alternativa de lujo. Y con David, Clemente fue un hombre feliz que disfrutó con sus grandes faenas, algunas de ellas para el recuerdo por el pellizco y la calidad de su interpretación.
Desde entonces, Clemente ya dejó la organización de festejos, al acaparar David el tiempo, siempre pendiente de su carrera; de acompañarlo al campo y estar al tanto de cualquier matiz. Durante la época de tentaderos pasaban el invierno prácticamente en Salamanca, donde gozaban del cariño de la totalidad de las casas ganaderas, muy especialmente con los hermanos Fraile, desde que Clemente tuviese apoyo en sus tiempos de torero en el señor Juan Luis Fraile, padre de la dinastía. Y era feliz en El Puerto de la Calderilla, en casa de Lorenzo a quien tanto quería; en Tabera, en la de Nicolás o en la del Pilar, de Moisés Fraile, siempre tan cercanos.
Y hoy, cuando mayo, un mes taurino por excelencia, abre su telón y, mientras los aficionados miran a Sevilla, mientras llegan las ferias de San Isidro y la de San Pedro Regalado, de tantos felices recuerdos, Clemente ya está en su palco de la eternidad, seguro que tramando algo y convenciendo a todos de la grandeza infinita de su hijo David. Porque Clemente era así, sencillamente un genio que tocó todos los palos de la baraja taurina y allá donde estuvo se hizo querer. Y hoy con su adiós a la vida hasta llora la Virgen de Luguillas, a la que todos los días le rezaba, a la que se encomendaba su madre cuando toreaba él poniéndole una vela y a la que tantas veces lo hizo Clemente, quien fue su embajador, para pedir por el bienestar de su su familia y por su hijo David cada vez que se vestía de torero.