Charreando: del Cueto a Matilla

Durante la visita realizada a la maravilla del Cueto

Tener un amigo tarambana es lo que tiene, que a su lado ni siquiera sabes cuándo se va a poner el sol. Pero a la gente hay que quererla como es, con su humanidad e ingenio. Con su sentido creativo e ironía. 

Total que esta tarde de lunes post feria me llama Carlos Mateos para que fuéramos a esa joya del palacio modernista de Carrascalino, situado por tierras de Matilla de los Caños, en la soledad del Campo Charro, porque había dejado olvidado el coche después de una boda. Ya se sabe, las buenas intenciones con la que va uno a las ceremonias pronto se olvidan y al final, para evitar que el sople en cualquier control de la Guardia Civil le busque la ruina, se vino en el autobús y allí quedó abandonado su maserati, cual vigilante para impedir que nadie ose romper la paz de ese privilegiado rincón. 

Con la resaca de estos días taurinos, este lunes invitaba a perderse por provincia y ser cicerone de quien se autodefine como un urbanita –para entendernos lo que se dice un paleto urbano-. Porque siempre es un honor enseñar a esta gente a que aprenda a amar el campo y los encantos provinciales para aprovechar a enseñarle a diferenciar una encina de un roble, una limussine de una charolesa, un toro de Santa Coloma a un Domecq… 

Nada más salir de la ciudad era una delicia observar el campo, en esta tarde tan mimosa, tras las aguas caídas la noche anterior y con un tapiz verde que empieza a brotar en esas fechas previas a la montanera y la sementara. Estas lluvias son oro para una otoñada que se avecina y, si nada lo tuerce, va a llenar de alegría a los hombres del campo, que ya preparan los labores, siempre que sigan las lluvias. Y como esta provincia siempre es una tentación antes de llegar a Vecinos -con la señorial silueta de La Peña de Francia enfrente-, abandonamos la carretera para ir a visitar el Santuario del Cueto, esa maravilla pía levantada en la mitad del campo y que uno no visitaba desde hacer varios años. Quizás desde que fuimos a despedir a Wences, el de Canillas, a quien llamábamos el marqués y que siempre veló por el cuidado del lugar. A Wences, que a su manera un fue un gozador de la vida, se le sigue recordando en estos lugares con su socarronería y buen humor. Con la campechanía de la que siempre hizo gala y le allanó el camino para tener tantos amigos. 

Un olivo para sustituir al viejo engrillo es un atentado a la churrería

Con el recuerdo de Wences paseamos alrededor del santuario y mientras Carlos no encontraba calificativos para cantan tanta belleza como descubrían sus ojos, en mis adentros sentía una enorme pena al ver tanto abandono, con arbustos naciendo entre sus sagradas piedras, con el musgo adueñándose de las caprichosas tallas de las piedras de arenisca a las que dieron forma los mejores canteros de Villamayor; con cristales rotos en las dependencias. Y lo peor, en un símbolo de la charrería, es que al secarse el viejo negrillo del patio interior que conformaba la plaza de toros -en cuyo festival romero del domingo de Pentecostés actuaron nada menos que, entre otros, Joselito y Belmonte, coincidiendo que se encontraban en casa de don Graciliano, de don Alipio o de don Antonio- han plantado un olivo, cuando ahí no cabe otro árbol que no sea el carrasco de una encina. ¡Qué poco amor al legado de nuestra cultura! 

No sé de quién podrá ser culpa de ese abandono, pero El Cueto merece lucir con toda su belleza, porque es un símbolo del fervor de esta provincia. Como lo es La Peña de Francia, la ermita de Los Remedios de Buenamadre, o la vecina Cabrera, con el culto a su Cristo y que da gusto ver de lo acicalado que tiene el exterior. 

El Cueto está al lado de la finca Carrascal de Sanchiricones y enfrente de Sanchiricones, en cuyo caserío se produjo el famoso crimen del Conde de Alba de Yeltes al asesinar a sus hijos y salpicar las páginas de sucesos de la época. Aquel Conde de Alba de Yeltes, un histriónico personaje llamado Gonzalo Aguilera, militar de profesión en sus años jóvenes, novio de mocedad de Inés Luna Terrero, políglota y autor de un curioso libro sobre el átomo, al comenzar la Guerra Civil reingresó al ejército y fue jefe de prensa de Franco, estando a las órdenes directas de Millán-Astray, hasta que un día, harto de que Franco no lo ascendiese a comandante, colgó el uniforme para irse a sus territorios de Sanchiricones. Recluido en la finca no deja de enloquecer, hasta que, en agosto de 1964, protagoniza ese crimen que convulsiona a la España de la época tras asesinar a sus hijos, Gonzalo y Agustín. 

Después de ese rincón estacionamos en Vecinos, un buen lugar para hacer un alto en el camino y recordar a nuestro amigo, Luis García Campos, el pintor bilbaíno que se asentó en esa localidad y plasmó, con toda su belleza, al Campo Charro y a sus tradicionales. García Campos, que también ejercía de charro, es merecedor que esta provincia tenga un recuerdo perenne con él y el pueblo de Vecinos dedique un espacio a su nombre. Porque este personaje, que es historia del arte, siempre se le definió como el genial pintor bilbaíno afincado en Vecinos.  

De Vecinos emprendemos dirección a Matilla de los Caños que está al lado y siempre es un deleite pasar por Galleguillos, la finca más bonita de la provincia en la que pastan los toros de Hoyo de la Gitana, un tesoro que da gusto ver de lo bien acicalada que está, con sus paredes rematadas con encalado lomo de perro. Un poco más adelante, con pena observamos el recuerdo de lo que en su día fue el famoso restaurante El Cortijo, cerrado a cal y canto desde hace varios años. Sin darnos cuenta alcanzamos Matilla, con sus calles limpias aunque a esas horas prácticamente desiertas, mientras buscamos la primera taberna para saciar la sed del camino y la encontramos rápido. Se trata del Bar Lisardo, un auténtico santuario del buen comer y más aún del buen trato y la amistad, donde uno se reencuentra con la verdadera España que nunca quiere perder. Con la buena gente representada en su dueños, Pili y Camilo, quienes enseguida conversan con nosotros y, como el mundo es un pañuelo, hasta descubrimos que somos viejos conocidos.

– ¿No eres tu el que escribe de toros?

La verdad que no hay alegría más grande que llegar a un sitio donde te hagan sentir como en casa y te abran las puertas de la hospitalidad, antes de ver las preciosas fotos taurinas que adornan el salón; desde instantáneas de los Pérez-Tabernero, Manolete y los Bienvenida –que pasaban temporadas en Matilla-; la leyenda de Santiago Martín El Viti, que engrandece cualquier lugar en el que viva su recuerdo; la añoranza de de Julio Robles, tan amigo de la casa, como ahora lo es Morante de la Puebla, quien cuando era apoderado por la familia Matilla bajaba desde la finca hasta el bar Lisardo para disfrutar al lado de esta familia tabernera que tiene un don: Quien entra en su casa por primera vez lo hace como cliente y cuando se marcha lo hace como amigo. 

El bar Lisardo, una casa de manjares y de la amistad, gracias a la amenidad de Camilo y Lili, sus dueños.

Tras departir un buen rato, con la promesa de regresar pronto a degustar sus exquisitos manjares, abandonamos el lugar y en pocos minutos dejo a Carlos Mateos en el precioso palacete modernista del Carrascalino, donde su maserati, solitario, espera al dueño. Allí nos despedimos y entonces deduzco que también es un privilegio tener a un amigo tarambana, aunque a su lado nunca sabes cuándo se va a poner el sol.

Acerca de Paco Cañamero

En tres décadas juntando letras llevo recorrido mucho camino, pero barrunto que lo mejor está por venir. En El Adelanto me enseñaron el oficio; en Tribuna de Salamanca lo puse en práctica y me dejaron opinar y hasta mandar, pero esto último no me gustaba. En ese tiempo aprendí todo lo bueno que sé de esta profesión y todo lo malo. He entrevistado a cientos y cientos de personajes de la más variopinta condición. En ABC escribí obituarios y me asomé a la ventana de El País, además de escribir en otros medios -en Aplausos casi dos décadas- y disertar en conferencias por toda España y Francia. Pendiente siempre de la actualidad, me gustan los toros y el fútbol, enamorado del ferrocarril para un viaje sugerente y sugestivo, y una buena tertulia si puede ser regada con un tinto de Toro. Soy enemigo del ego y de los trepas. Llevo escrito veintisiete libros -dos aún sin publicar- y también he plantado árboles. De momento disfruto lo que puedo y me busco la vida en una profesión inmersa en época de cambios y azotada por los intereses y las nuevas tecnologías. Aunque esa es otra historia.

6 comentarios en “Charreando: del Cueto a Matilla

  1. ¿ no eres tú el que escribes de toros ? Reconocidos son tus comentarios sobre el mundo de los toros , pero lo eres aún más por recorrer con el alma esos pasajes que tan bien describes de ese campo charro ( a veces denostado ) al que tanto amas , nunca viene mal hacer el camino y enseñar a un paleto urbano que es bueno respirar hondo , coger aire e impulso y limpiar el alma en esos pueblos , en ese campo charro donde hay historia , ejemplos que al menos yo sólo puedo envidiar , es un lujo leer tus historias amigo . Un abrazo y GRACIAS.

  2. Qué bonita manera de recorrer un trozo tan emblemático del Campo Charro. Y que manera tan espontánea y natural de contarlo.
    Casi cada primavera lo recorro.
    Qué enciclopedia llena de vivencias es PILI, del bar Lisardo y Camilo de Villalba de los Llanos.
    Yo nací en Villalba de los Llanos y allí tengo a toda mi familia. Me ha gustado.

  3. Hace años que no voy a la ermita de El Cueto, precisamente el otro día lo estuve hablando con mis hijos, que se acercaron al Cristo de Cabrera. A Wences el de Canillas de Arriba, lo conocí de toda la vida, aún recuerdo el Citroen 8 que tenía, y también conocí a su madre, pero ahora no recuerdo su nombre.

  4. Querido Paco, me estoy planteando comprar un «maserati». El primer viaje que haré será para ir a conocer esa joya modernista en pleno campo Charro, el palacio de Carrascalino. Pienso emborracharme allí, y volver a Salamanca en autobús de línea, pues no me la voy a jugar con «los verdes». Pero en dos días, dormida la mona y pasada la resaca, pienso pedirte que me lleves a recoger mi olvidado «troncomóvil». Y con una condición: me conducirás por esa deliciosa ruta «del Cueto a Matilla», naturalmente haciendo de ilustrado cicerone de la charrería. Es lo que tiene contar con dos amigos tarambanas como somos Carlitos Mateos y yo. Aunque prometo avisarte de la oportuna puesta de sol, que precisamente en esos escenarios debe ser algo fascinante.
    Un gran abrazo

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