¡Qué bonito es detenerse en la estación de la añoranza! Y recordar tantos peldaños como va quedando atrás en las escalera de la vida. Ahora, gracias a la presentación de Latidos de la Unión acabo de vivir una bonita anécdota, relacionada con la Unión Deportiva Salamanca y uno de los hombres que tanto lucharon por ese club.
De aquella historia han transcurrido casi 35 años, pero la recuerdo como si fuera ayer mismo. Entonces, avanzada la segunda mitad de la década de los 80 cumplía el servicio militar en Las Palmas. Faltaban aún más de una década para que la obligatoriedad de servir con la Patria fuese extinguido y el sorteo quiso que fuera a parar al Mando Aéreo de Canarias. Allí, destinado en la misma capital insular, me encontraba cuando a finales de noviembre llegaba la Unión Deportiva Salamanca para jugar contra el conjunto local en el viejo y entrañable Insular, dentro del partido de Liga de la primera vuelta de la categoría de plata del fútbol español. El partido se celebraba un sábado por la noche –que era cuando solía jugar Las Palmas- y por nada del mundo me lo perdería ¡ver a mi Unión tan lejos!, del que sacaría una entrada económica para militares sin graduación, algo que a los chavales de hoy puede sonar a chino, pero entonces estaba en las taquillas de todos los espectáculos.
Aquel día no cabía dentro de mi, entonces, espigada figura de soldado por poder ver al equipo de mi tierra y enronquecer gritando ¡Hala Unión! Ni creo que me olvidé de decírselo a ninguno de mis amigos canariones, a quienes no dejó indiferentes la euforia que habitaba en mi persona. Aunque, realmente, no estaba para nadie, solo para mi sentimiento blanquinegro, eso sí con tanta ilusión como caninez, como correspondía a mi condición de soldado. Unas cervecitas mañaneras por bares del Puerto de la Luz para ambientarse fueron el paso previo antes de ir al hotel María Cristina, entonces de los mejores ciudad y situado en un privilegiado lugar enfrente a la playa de Las Canteras, en el que se hospedaba la expedición charra, para ver qué se cocía, intentar hablar con algún jugador y desearle suerte. Accedí directamente a la cafetería, con el inconfundible aspecto que delataba mi condición de soldado por el corte del pelo en la época dominada por la moda de las melenas. En esos tiempos, nada que ver con la personalidad introvertida de la actualidad, era un muchacho muy simpático y con habilidad social para ganarme a la gente. Por eso no tuve reparos en ir a saludar a Pepe Halcón, que era el presidente y que, para no engañarnos, no me hizo ni puñetero caso y mira que después nos hemos tratado. La antipatía de Pepe estaba en las antípodas de Alfonso del Arco, el vicepresidente, a quien también saludé para desear suerte y me atendió con toda amabilidad, pudiendo hablar unos minutos con él, suficientes para invitarme a una cerveza y, de manera espontánea, sacar una entrada de su bolsillo (de la mejor localidad del desaparecido Insular) para regalármela. ¿Podía ser más feliz? Imposible. Le di las gracias de corazón y la guardé en la cartera como quien guarda un tesoro.
Los jugadores acababan de comer y descansaban en sus habitaciones, por lo que salí del hotel y en ese momento me esperaba una nueva sorpresa al encontrarme de cara con la leyenda de José Luis García Traid, que fumaba un cigarro, mientras hablaba con otra persona. Sin miramiento me dirigí como un rayo para desearle suerte y pedirle que me firmase un autógrafo en la entrada. Fue la única vez que hablé con él, las pocas palabras que pudo dar lugar en ese brevísimo encuentro del que se despidió con un “gracias, chaval”.
Por fin salí y, sin caber en mi de lo dichoso que era, perdí la mirada en el Atlántico, con la abarrotada playa en ese sábado de noviembre. Recuerdo que en la primera cabina telefónica que encontré llamé a casa para decirle a mi padre (gran seguidor de la Unión e incluso abonado algunos años) lo que me estaba ocurriendo, al igual que hice en las horas siguientes con cuantos amigos y conmilitones encontré en el camino, hasta que a las 17 horas quedé en la entonces Plaza de la Victoria (hoy Plaza de España) de la que parte la calle Mesa y López, de las más comerciales de la ciudad, en la que estaba El Corte Inglés y enfrente Galerías Preciados, con Tomás Ríos, un amigo de la localidad de Telde, con el que meses atrás había compartido la época de recluta en la Base Aérea de Gando y en la actualidad es oficial de la Guardia Civil. Tomamos más tropicales hasta la hora del partido, en el que viví cada momento con intensidad, además de disfrutar del ambiente en los exteriores del estadio, de emocionarme cuando veía a algún aficionado con símbolos unionistas y ya dentro, dejándome llevar, aplaudir la alineación blanquinegra e iniciado el choque jalear cada jugada y gritar la consecución de los goles, mientras me rompía las manos aplaudiendo. Ganamos 0-2 con dos goles del uruguayo Miranda, que firmó su mejor partido durante su breve paso por el Salamanca y salí de estadio sintiéndome la misma Torre del Clavero, mientras indiqué a Tomás Ríos que fuéramos a la salida de vestuarios para dar la enhorabuena a los jugadores. Recuerdo que el primero en salir camino del autobús fue el veterano Balbino, que esa temporada regresó al Salamanca tras su paso por el Atlético de Madrid para rubricar su carrera futbolística y mientras esperaba a sus compañeros encendió un cigarrillo; después salió el portero Cervantes; Balta, que era el capitán y poco después ya el incesante goteo, con Tori, el utillero, cerrando la expedición. Por allí apareció enseguida la eufórica directiva con Pepe Halcón y Alfonso del Arco, a quien nada más ver salí como un rayo para darle la enhorabuena y mi infinita gratitud. Del Arco tuvo un trato exquisito y agradable. Al despedirse me dio una tarjeta y, con ese señorío propio de los charros lígrimos, me dijo: “Tengo un hotel aquí, en Las Palmas, al final de Las Palmas, en Prudencio Morales. Si necesitas algo que se te pueda ayudar allí te atenderán”.
Pocos meses más tarde me licencié y enseguida comencé una larga etapa trabajando en medios de comunicación donde muchas veces estuve cerca de Alfonso del Arco, siempre trataba de buscar la posibilidad para acercarme a él y de volver a darle las gracias, pero no me atrevía. El tiempo transcurría a velocidad de vértigo y después, ya pensaba cómo se iba a acordar de aquel detalle, total era un soldado más en tiempos de la mili obligatoria, o un paisano de los muchos que se le acercaban en los desplazamientos. Pero en el revólver de la vida siempre queda una bala de gratitud y, en la noche del jueves, al finalizar la presentación de Latidos del Futbol Charro y hacernos unas fotos con jugadores, directivos… se acercó Alfonso del Arco y me dijo: “Cañamero gracias por acordarte de la Unión, ¿sabes quién soy?”. Lo miré, sonreí y le dije, “claro, don Alfonso del Arco y usted tuvo conmigo, hace 35 años, un detallazo en Las Palmas con el que aún estoy en deuda”. Sonrío y me dijo “ya me dirás”.
No hizo falta esperar, porque a la mañana siguiente marqué su teléfono. Al descolgar me presenté, le dí las gracias por su asistencia al acto literario, junto su enorme contribución al Salamanca y le conté la anécdota. Del Arco recordaba perfectamente aquel partido y también el detalle, uno más de un hombre tan generoso con él. Por eso, un día de estos hemos quedado en esa casa de manjares de la calle Van Dyck llamada La Fresa para pagar, tantos años después, esa deuda sentimental con un gran señor. Y lo celebraremos brindado con un vino por esa Unión Deportiva Salamanca que nos hizo tan felices.
Que bonita historia Paco me alegro mucho . Un abrazo