Para quienes mostramos un creciente recelo a la Fiesta actual, tan descafeinada, dominada por la pérdida de valores, con lacras normalizadas; además de la desaparición de la figura del aficionado, con la exigencia que debe imperar, destapar la caja de los recuerdos para quien ya llevamos tanto camino recorrido sigue siendo una bendición.
Disfruté de la Fiesta desde los 70 y gracias a ella he vivido muchos de los momentos más felices de mi vida, tanto como aficionado y crítico taurino, por lo que puedo decir y afirmar con rotundidad que era mucho mejor aquella de los 70, de los 80, de los 90, ya en plenitud de la dedicación periodística. La actual, especialmente la llegada tras la pandemia del triunfalismo y el todo vale, día me atrae menos, aunque confío en que pronto se encarrile en las vías de la seriedad.
Por eso, me encanta volver sobre los pasos de mi vida y recordar a un torerazo que tanto me marcó. A Julio Robles. De quien nunca oculté ser partidario y por eso, ahora que se cumple el 40 aniversario de su primera salida en hombros en Madrid, vuelve a recrear tanta grandeza.
En aquel 1983, Julio Robles –que gozaba de máximo ambiente en Las Ventas- había dado un serio toque de atención, alternando con Antoñete y Curro Vázquez, quienes lidian toros de Lora Sangrán –procedentes de Benítez Cubero-, que sustituyen a la del Conde de la Corte, anunciados inicialmente. En el discurrir de la corrida no ha ocurrido nada hasta la salida del cuarto toro, frente al que Chenel compone una bella faena que de acertar con la espada habría tenido el premio de una oreja. El público le pide la vuelta, pero el viejo maestro se limita a saludar desde el tercio. Sin embargo, durante la lidia de ese toro se produce un detalle que marca la corrida y la deja herrada con un tinte histórico. Es cuando Julio Robles intenta lucirse en un quite por chicuelinas para rematarlo con una media verónica con ambas rodillas en tierra, momento en el que sufre un pequeño atropello y entonces el peón Federico Navalón El Jaro –a la sazón representante sindical de los banderilleros por esas fechas-, le increpa:
- Vale ya, que ese toro no es tuyo.
Entonces, Robles, saca su raza y temperamento a relucir y le dice al banderillero pelirrojo –que debía pensar que estaba liderando un piquete- que se retire, que está en su derecho de rematar el quite e, inmediatamente, se pone de rodillas frente al toro. La chispa se enciende y a partir de ahí todo es arte, emoción y grandeza en una tarde que estaba siendo aburrida. Después, en el toro de Julio Robles, Antoñetelo lleva a los medios para regalar una obra de arte maravillosa en el momento que sobre la arena madrileña surge un monumento impresionista, que en sus trazos goyescos resume todo el toreo. Fue un quite presidido por el temple y el mando para rematar con la belleza de una media verónica colosal.
Con la plaza puesta en pie, Robles, gesticula hombros y cuello, toma la muleta para dirigirse a brindar el cierraplaza y debe esperar a que Antoñete acabe de saludar su ovación, al ser obligado a salir al tercio para corresponder a un público borracho ante aquel torrente de torería. Brinda, por fin y ahí, en medio de un gran ambiente y con todo a favor realiza una magnífica faena, donde sus redondos sobre la diestra tienen enjundia, más aún los naturales ligados con el pecho que provocan el delirio de los espectadores. La pena es que la espada le cierra la puerta grande que tenía ganada. Y lo más importante el aroma que deja de torero grande, en la misma tarde que Antoñete sube a la cátedra con una media verónica que fue un monumento al arte de torear.
Con Robles lanzado, ya en las ferias, llega su primera puerta grande en Madrid. Una puerta que, en condiciones normales, ya debería ser la tercera o cuarta de su carrera. Antes le habían pedida la segunda tras una gran faena a toro de Lázaro Soria en el San Isidro de 1978, o un año antes con uno de Atanasio, en ambos casos con el presidente Font (el comisario Juan Font Jarabo-, cerrándole a cal y canto un triunfo legítimo.
Sin embargo no se haría esperar y muy pronto disfrutaría del triunfo. Fue el 10 de julio en el escenario aquellas corridas que organizaba Manolo Chopera con figuras y una cartelería tan atractiva que, en pleno verano, con 40 grados y sin ser de abono colocaba el no hay billetes, haciendo la reventa su particular agosto. ¡Que aprenda Simón Casas y Rafael Garrido, su lacayo-avalista!
Aquel día de agosto de hacen 40 años, Robles torea con Antoñete y Manzanares, frente a un encierro de Jiménez Pasquau y el charro corta las dos orejas a Cigarro, un sobrero del Puerto de San Lorenzo, además de otra de la ganadería titular. Al finalizar, en medio del delirio y con los aficionados toreando de salón, lo sacan por la puerta grande y Julio vive la sensación que tanto se ha hecho esperar. De blanco y oro, con remates negros, la foto del torero a la mañana siguiente viene publicada en las paginas taurinas de los diarios y a nadie deja indiferente. Junto a él, en el grupo de costaleros, se observan a varios amigos de La Rioja, una tierra en la que ha calado hondo tras dejar la huella de su arte, tanto en la vieja plaza logroñesa de La Manzanera, como en Calahorra, Alfaro, Haro.
Tras el triunfo madrileño, Julio Robles compra su primera finca, en Herreros de Peña de Cabra, en el precioso valle de La Huebra. Desde hacía tiempo, Victoriano Valencia, su apoderado, le venía insistiendo en que hiciera una inversión, porque le motivaría y tendrá muchas más ilusiones que cumplir, algo que redundaría favorablemente en su carrera taurina. Aquellos meses después de ojear varias fincas en la provincia de Salamanca –para Julio era fundamental adquirirla en su provincia-, se decide por Herreros de Peña de Cabra, al tener buen monte y pastos, estar cerca de Salamanca y ser la ideal para su trayectoria. Pronto la moderniza, le cambia el nombre para denominarla La Glorieta –en agradecimiento a tanto como la había dado la plaza de la capital charra- y construye su vivienda, a la que rápidamente se traslada y abandona Ciudad Rodrigo.
Entonces, en esa época el nombre de Julio ya es venerado y durante ese invierno de 1983, en numerosos establecimientos de la capital y la provincia se exhibe la fotografía de su primera salida en hombros, de las que el torero ha mandado hacer cientos de copias para obsequiar a sus amigos, además de otra, en formato gigante, que cuelga en unos de los salones de su casa.
Y es que para quienes sentimos el roblismo por todos los poros de nuestra piel, el 10 de julio es una fecha muy especial y más en esta ocasión que celebramos el 40 aniversario del gran éxito frente a Cigarro.
PD: Las fotos las he buscado en la red.
Gracias Paco por recordarnos esos momentos tan bonitos