En el recién estrenado otoño de 1984 éramos unos adolescentes. Cuarenta años atrás cada nuevo amanecer te descubría cosas que daban paso a un mundo lleno de ilusiones. Bebías la vida a sorbos e, ingenuamente, no querías más que pasasen un tiempo más para ser grande. Sin embargo ya había ideas amarradas al sentimiento y desde mucho tiempo atrás la Fiesta era la pasión que guiaba tantas inquietudes. Las tardes de toros en la feria de Salamanca –ví por torear a Paquirri días antes de su tragedia cortando la oreja a un atanasio– eran un acontecimiento y como tal se le daba máxima categoría.
También la feria de Plasencia, San Pedro de Zamora, Santa Teresa en Ávila, San Mateo en Valladolid o alguna tarde de San Isidro quedaban apuntadas en el calendario viajero de esa época, ya lejana, cuando un torero sobre el resto gozaba de todas las preferencias: Julio Robles. Sí, por Robles en aquella época discutía con cualquiera. También por Antoñete y mira que los dos andaban tan picados después de aquel quite en Madrid tan glorioso para la Fiesta y que dejó infinidad de emociones. O por Juan José, el gran torero de La Fuente de San Esteban, desaparecido hace pocos años, mientras me encantaba conocer la trayectoria de Santiago Martín ‘El Viti’, retirado cinco años antes y era una debilidad beber de aquellas fuentes.
En medio de aquel tiempo, controvertido y con muy buenos toreros, no pasaba inadvertido Paquirri, quien más allá de ser un extraordinario profesional era un personaje altamente mediático. Sí, aquel Francisco Rivera, hijo de un modesto torerillo de la Andalucía pobre y que en el toro encontró la salida natural para abrazarse al éxito y a las comodidades. Quedaba su vida en papel couché tras matrimoniar con la guapa Carmina Ordóñez, la hija del maestro Antonio Ordóñez y padre de sus dos hijos toreros, Francisco y Cayetano. También la tormentosa separación y posterior boda con Isabel Pantoja. Y mientras tanto dando la cara para defender su sitio de figura pendiente de que a los suyos no faltase nada y siendo un caballero respetado por quien lo trató, legado que permanece vivo cuarenta años más tarde.
Parecía que Paquirri era inmortal y no había vaca en los campos bravos que pariera toro para acabar con su vida. De aquel Paquirri, torero con una casta y un amor propio como pocos. Además era un hombre que rompía las pantallas y prototipo del triunfador nacido en cuna humilde, reflejo tantas veces de los mitos de la Fiesta. Por eso, cuando aquella noche el telediario de las 21 horas de TVE anunciaba la gravedad del percance, toda España se estremeció, aunque nadie podría imaginar que minutos después fallecía al entrar al hospital militar de Córdoba, concretamente a las 21.40 tras una infernal viaje desde Pozoblanco. Sin embargo, la verdadera consternación llegó al comunicarse la noticia de su muerte; entonces un velo negro cubrió a la afición taurina y también a la sociedad española que no daba crédito a la noticia.
España perdía a uno de los reyes del toreo, que venía a caer en otra plaza de pueblo. Al igual que Joselito en Talavera; Sánchez Mejías en Manzanares; Manolete en Linares. Moría Paquirri y llegaba su leyenda, hoy viva más allá de lo que fue en los ruedos. Y eso que en la arenas fue un rival duro de batir sin arredrarse jamás ante los grandes toreros de los sesenta; ni con los vinieron después para que nadie le arrebatase su mando en la plaza. Porque ahí estuvo la verdadera razón de Paquirri gracias a la raza y amor propio de quien rompió moldes sociales y en aquel estrenado otoño de 1984, cuando aún éramos unos adolescentes, con su tragedia comprendimos la gran realidad de la vida.
Paquirri fue un genio..
Recuerdo perfectamente ese fatídico día siendo todavía un niño.