Querido maestro. Aunque era esperada la triste noticia de su adiós a la vida, lo cierto es que se hace muy cuesta arriba escribir y volver a recordar a quien tanto has querido y disfrutado infinidad de momentos para aprender de sus fuentes de sabiduría. Ahora que se acaba de ir de este mundo donde supo escribir su nombre con letras de oro y representar la Tauromaquia con tanta grandeza no se por donde empezar, porque los recuerdos se amontonan a su lado. Siempre al lado de aquel Andrés, sencillo y humilde, que conocí cuando regresó a su terruño después de triunfar en tantas batallas. Allí, con los de Villalpando, con tu gente, eras feliz cuando recibías la visita de algún amigo que iba al encuentro del gran embajador de Zamora, de quien fue un símbolo de la España de los 60 y 70, la del NODO y su media verónica, la del veterano capeante que llega a figura. La del niño que crece entre las privaciones de la postguerra y se hace rico. El del torero que triunfa y alterna con celebridades mundiales. El que siempre tiene escrito en todos los camino de su vida el nombre de Villalpando. Ese Villalpando al que acudía todo aquel que te admiró; desde nombres de postín al más humilde aficionado.
Se nos ha ido y este día lo lloramos. Lloramos al grandioso torero, que fui mucho más que la decena de puertas grandes en Las Ventas y al amigo que fue un torero de culto. A ese Andrés, al Nono, al ‘brujo’, al que conocía desde muy antiguo gracias a ese mundo taurino que nos unió, donde nunca puso obstáculo alguno para entrevistas, reportajes… Sin embargo todo cambia a partir de marzo de marzo de 2003 con motivo de mi llegada a Zamora para trabajar en un periódico e iniciar una íntima relación de amistad que se ha mantenido hasta el final, aunque en los últimos años usted ya viviera en su mundo, encerrado en sus recuerdos. De entonces siempre estaba tachado el miércoles, el día reservado para comer con usted –en almuerzos que para mí era lecciones por lo mucho que aprendí-. Unos días íbamos a aquel templo gastronómico que era el ‘París’, otros al ‘Serafín’, de exquisitos manjares; , también al ‘Acero’ –que cocinaban un cocido de chuparse los dedos- y a par empecé a conocer a ese intimo círculo suyo que estaba siempre pendiente y los querían como a un hermano, o a un padre, como era su fiel Jaime –preocupado del maestro las 24 horas-, su intimo amigo Avelino Martínez, los hermanos Del Castillo, su sobrino Femi y Mario, junto a algunos más, con un sitio especial para Mariano ‘el dentista’, todos con el orgullo tenerlo a su lado.
Y allí, feliz con sus amigos y soñando con un buen galgo detrás de una liebre, Andrés recibía a su apoderado Manolo Lozano; a sus compañeros, desde El Viti, a Andrés Hernando, pasando por Luis Miguel Calvo –tan querido por él-, Diego Urdiales, el nuevo Manzanares –a quien le regaló su juego de espadas en esa generosidad única que tenía-… ; sus banderilleros Mario Coelho y Vallito, su picador El Rubio o el ganadero Victorino Martín, con quien construyó tanta leyenda. O personalidades de la grandeza de Vicente del Bosque, a quien quería como un hermano vibrando siempre con los éxitos de sus equipos, porque el maestro fue un enorme futbolero, deporte que practicó con gran soltura en su juventud y después, ya en sus años de esplendor, gozó de la amistad y afecto de los jugadores del Real Madrid ‘ye yé’ y en especial de don Santiago Bernabéu, que lo quiso como a un hijo. Por eso Vicente, el gran Del Bosque, era tan especial y mientras tuvo lucidez hablaban prácticamente a diario.
Escribo a vuelapluma, querido maestro y a los largo de estos días contaré más de usted, porque además tuvo el inmenso de ser biógrafo suyo y de ir por toda España en aquella gura de presentación que fue inolvidable. Aquellos viajes a Pamplona, donde cortó una rabo en San Fermin de 1964 y lo sacaron en hombros con Mario Coelho; en Logroño, con almuerzo para enmarcar en el cocina riojana de Pedro Mari Azofra; en Bilbao; en Torrejón de Ardoz, con nuestros amigos en un día donde me presentó a Ramón Cintas, el mejor aficionado que conocí; en Madrid, en Badajoz, en Valencia… O en Salamanca. En esa Salamanca a la que llegaba y lo primero que hacía era llamar a Santiago Martín ‘El Viti’, a quien tanto admirado y sin reservas decía que para usted era un ejemplo. Son miles de vivencias, cientos de viajes a comer con usted a Villalpando, muchas veces con toreros, como las veces que fue Juan José o los hermanos Javier y Damián Castaño…, que ahora recuerdo.
Hoy, envuelto en la emoción y la tristeza, con las lagrimas asomando por los ojos le digo adiós. Aunque jamás olvidaré, porque tuvo el inmenso honor de conocerlo muy bien y además de un grandioso torero solo puedo decir que era usted una gran persona.
Maestro, algún día, cuando nos vayamos a la eternidad y en los ruedos celestiales preguntemos por usted ya nos dirá cómo fue el abrazo que le dio Antonio Bienvenida, o su querido padrino Gregorio Sánchez, o su admirado Antonio Ordóñez, o su fiel Mario Coelho…, o César Girón, a Julio Robles –a cuya tuba fuiste a postrarte-, a Juan José y al de tantos toreros que le precedieron en ese viaje para el que todos, más pronto o más tarde, tenemos pasaporte.
Gracias por tanto.