Sorprende que avanzada la temporada apenas se hable de Javier Castaño más allá de su triunfo en San Fermín. Llama la atención que no acaben de echarle de cuentas a quien es un gran torero y tantas alegrías ha dado a la afición en las diferentes etapas de su carrera, especialmente en esa última que fue capaz de resurgir cual Ave Fénix de sus propias cenizas para vivir el capítulo más interesante de su vida profesional. Ahí, Javier sorprendió como un torero distinto con el temple que traen los años, la paz interior de hacerlo todo a su debido tiempo y no con las prisas que se buscan los triunfos primerizos.
Además de dejar que su gente de plata se distinguiera, siempre tuvo especial atención en mimar a los toros, sin atosigarlo, para lucirlos en la suerte de varas y en la faena de muleta. Y ahí surgió el mejor Castaño, pleno de torería, con saber añejo en una interpretación que fue todo un descubrimiento para llegar al alma de los mejores aficionados y gozar siempre con el respeto de los profesionales. Se paseó por las ferias y dejó un ramillete de magníficas faenas, porque fue –junto con El Fundi- el mejor torero de ese encasillamiento de las llamadas ‘duras’ -que para uno son de la dignidad- y además hasta dejó escrita una gesta para el recuerdo en su encerrona de Nîmes con toros de Miura, un acontecimiento que saldó con su salida por la Puerta de los Cónsules, muchos éxitos e infinidad de jugosos contratos.
Sin embargo, a Javier Castaño, estas tres últimas temporadas no han acabado de darle el sitio merecido, el de seguir acartelado en las ferias cuando atraviesa su mejor momento y es un torero de aficionados. De los que no se pueden perder y siempre hay que disfrutarlos. No olvido ahora una faena que protagonizó en Salamanca frente a un Pedraza de Yeltes donde casi nadie se enteró la que fue una de las faenas más puras y de mayor hondura de ese ciclo ferial, rematadas con una serie de doblones por abajo que fueron dignos de inspirar a pintores. Porque eso fue caviar en estos tiempos donde abunda la monotonía de la manoletina. Y triste también que pasó inadvertida hasta para los jurados, que hasta confundieron el trato al distinguirlo con la estocada de la feria, cuando el galardón que debió ir a sus manos era el del sabor torero. El de la torería.
Ahora, cada mañana sigue entrenando con la misma ilusión que si estuviera llena de contratos su agenda y ojalá alguien se acordase de este torerazo tan injustamente postergado de los carteles. De este Javier Castaño que merece mucho más recorrido.