El sargento Ripoll

Patio de Armas de la Base Aérea de Gando.

Aquella tarde tras aterrizar en la Base Aérea de Gando y descender del Hércules después de un largo viaje desde Zaragoza, la primera impresión fue recibir la cálida brisa canaria en las antípodas del frío cierzo que, horas atrás, dejamos en la capital aragonesa. En medio de aquel paisaje, nuevo para todos, el sargento Ripoll, joven aún y con poblada barba, se hizo presente para ser el primero en darnos instrucciones a los asustados reclutas peninsulares que nos incorporamos al Ejército del Aire en la entonces voluntaria mili. Por eso, su inicial imagen ya quedó inmortalizada, porque además el sargento Ripoll era un hombre serio, exigente y respetuoso.

En aquella Base Aérea a la que acabábamos de llegar, ubicada al lado del aeropuerto de Las Palmas y que contaba hasta con playa propia, pronto fuimos descubriendo un mundo nuevo que además rezumaba historia. Entre sus mandos contaba con un buen ramillete de veteranos oficiales, en su mayoría de tez oscura y con el rostro surcado de arrugas, ya cercanos a la edad del retiro, que fui conociendo las semanas siguientes y de quien me encantaba escuchar las vivencias de sus años en El Aaiún. O de aquella evacuación del Sahara llamada Operación Golondrina y que fue una gran bajada de pantalones de los gobernantes de la época. O de la tensión vivida veintitrés años atrás en la larga noche de la muerte de Franco y la preocupación reinante durante los días siguientes en las unidades militares. Me encanta escuchar sus vivencias -a quien se mostraba flexible y era comunicativo, porque para la mayoría de los reclutas eran las batallitas del abuelo Cebolleta- y esas conversaciones después me sirvieron de mucho, especialmente cuando en 1999 viajé hasta El Aaiún para realizar unos reportajes y, gracias a las citadas charlas con los veteranos militares, tenía mucho adelantado. 

De aquel paisaje humano formaba parte el sargento Ripoll, que era valenciano, quien con su seriedad era el de más confianza, aunque sin contemplaciones, al ser un militar exigente y sin dobleces con los vagos, además de un hombre de buena conversación. Una anécdota que siempre recuerdo ocurrió un viernes por la tarde cuando a los libres de servicio le daban el fin de semana libre y entonces, a los peninsulares, -godos que nos llamaban despectivamente algunos canarios- nos encantaba perdernos en la movida reinante de las largas noches festivas del Puerto, con los pub y discotecas abarrotados de bellísimas muchachas. Aquel día al pasar revista en la formación, el sargento Moreno -componente de una dinastía muy dura de roer- dijo que no estaba bien afeitado y me mandó a la escuadrilla a rasurarme indicando, además, que volviera vestido con ropa deportiva. Rabiaba después de que me ordenase dar vueltas y más vueltas corriendo por el patio de armas, mientras se marchaban las guaguas llenas de alegres reclutas deseosos de beberse el fin de semana, algunos de los cuales desde la ventanilla hacía gestos de mofa. Un buen rato después, sudando a la gota gorda, el sargento Moreno, me llama para indicarme que fuera a vestirme de paseo y en tres minutos estuviera allí. Claro ducha y vestirse a la velocidad de la luz. Salí como un tiro y me presenté a él. Tras una exhausta revisión me dejó marchar no sin antes decirme que en la siguiente revista que tuviera que llamarme la atención me quedaba arrestado hasta la jura de bandera. 

Sin tiempo que perder salí corriendo hasta el control de entrada, distante a más de un kilómetros, donde a los centinelas le sorprendió que a esas horas quedase aún alguien dentro de la Base, cuando ya habían marchado los del fin de semana y me tuvieron retenido otra hora, hasta que por fin ya libre salí a la cercana autovía GC-1 para hacer autoestop (entonces se podía; hoy, como casi todo está penado, es impensable) y como la gente era generosa con los militares sin graduación paraban enseguida. Entonces, al poco de comenzar a hacer indicaciones a los primeros coches que venían del sur y no tener aún suerte observo que sale el vehículo del sargento, un 127 de color anaranjado, y se detiene para recogerme. Yo asustado pensé “ya verás como me dice que vuelva a la escuadrilla y allí quedo encerrado todo el fin de semana”. Pero no, el sargento me llevó en su vehículo a Las Palmas y enseguida cortó el hielo al hablar mientras quedaba atrás Telde, el polígono de Jinamar, la playa de La Laja y, sin darnos cuenta, entrábamos en el barrio de San Cristóbal de la enorme ciudad, quedando el Atlántico a mano derecha con inmensos barcos esperando para entrar a las dársenas del Puerto de la Luz. Al llegar a Las Palmas y decirle que me bajaba cerca del barrio de Vegueta aparcó su vehículo y me dijo que antes fuéramos a tomar una cerveza. Recuerdo que fueron tres o cuatro botellines los que nos apretamos -y el invitó-, siempre en medio de una buena tertulia hablando de la vida. Después, al despedirme y como le había dicho que quería ser periodista, me indicó con picardía que tuviera cuidado con las mozas canarias, que ya conocía a muchos soldados peninsulares que quedaron atrapados en esas redes del amor. 

Al lunes siguiente, en formación y al pasar revista volvió la normalidad y de nuevo, el sargento Ripoll era ese hombre recto y ejemplar militar que miraba por igual a todos, sin distinción hacia nadie. Poco después acabó la reclutada con la jura de bandera, llega el consiguiente permiso y me despido de él hasta más ver. Como tuve otros destinos lejos de la Base Aérea, en la que él tenía el suyo, no lo volví a ver más, ni siquiera me lo crucé en las calles de Las Palmas, donde en el Paseo de Las Canteras, que es como el salón de la ciudad, te encontrabas siempre a un montón de conocidos.

Fue hace varios años, gracias a la magia de las redes sociales, cuando un buen día lo descubrí en una página sobre la Base Aérea de Gando. Y me alegré un montón al abrir las despensas de mis recuerdos con tantas vivencias, aunque él después de infinidad de reclutadas, de conocer a miles de soldados ya no me recordase, algo lógico. Pero yo jamás olvidé nunca su buen hacer, su palabra exacta, su saber motivar y cuando llegaba la ocasión echar una bronca. Fue de esa gente con la que quedó una deuda de gratitud pendiente para siempre, al igual que con el brigada Mendoza, un sevillano destinado en el SAR que era muy entendido en Tauromaquia y por tanto hizo buenas migas conmigo.

Por cierto, en aquella Base Aérea, los jóvenes pilotos formados en la AGA, tenientes y capitanes, llegaban con sus motos de gran cilindrada o a bordo de coches deportivos. Uno de ellos, el capitán de la segunda escuadrilla era Rodríguez Pousa, que pilotaba los Mirage F-1. Se trataba de un hombre que lucía un fino mostacho, excesivamente duro y riguroso, al que temían por igual mandos y soldados. De Rodríguez Pousa se trataba de pasar lo más lejos posible y que no te conociera. Mucho después, Rodríguez Pousa, fue destinado a Salamanca como coronel jefe de Matacán y tuve la suerte de tratarlo, de entrevistarlo y, ¡la vida! hasta de ser amigos, encontrando ahora a un hombre sociable y caballeroso, en las antípodas de aquel que tanto temíamos los asustadizos reclutas. También, al frente del escuadrón estaba un comandante grandote llamado Muro y con una voz tan potente que no le hacía falta el megáfono; pocos meses después de la reclutada, el comandante Muro falleció de un infarto fulminante en medio del mogollón festivo del carnaval grancanario cuando estaba disfrazado de esqueleto.

Junto al compañero Emilio Sánchez Cofreces entrevistando al coronel Rodríguez Pousa, quien fue mi capitán

Ahora que los jóvenes ya no van a la mili ni tienen las vivencias de quien disfrutamos de un año sirviendo con orgullo a España, vaya este emotivo recuerdo para el sargento Ripoll, ya retirado hace años de oficial y a quien en el próximo viaje a Las Palmas, que se va alargando más de la cuenta, llamaré para devolverle la invitación de unas birras. No es más que gratitud a tanta gente como él que hizo grande al Ejército del Aire y dejaron para siempre su impronta en nuestro corazón.

Años más tarde, volví a tener otra importante vinculación al Ejército del Aire, pero eso ya es otra historia.

Acerca de Paco Cañamero

En tres décadas juntando letras llevo recorrido mucho camino, pero barrunto que lo mejor está por venir. En El Adelanto me enseñaron el oficio; en Tribuna de Salamanca lo puse en práctica y me dejaron opinar y hasta mandar, pero esto último no me gustaba. En ese tiempo aprendí todo lo bueno que sé de esta profesión y todo lo malo. He entrevistado a cientos y cientos de personajes de la más variopinta condición. En ABC escribí obituarios y me asomé a la ventana de El País, además de escribir en otros medios -en Aplausos casi dos décadas- y disertar en conferencias por toda España y Francia. Pendiente siempre de la actualidad, me gustan los toros y el fútbol, enamorado del ferrocarril para un viaje sugerente y sugestivo, y una buena tertulia si puede ser regada con un tinto de Toro. Soy enemigo del ego y de los trepas. Llevo escrito veintisiete libros -dos aún sin publicar- y también he plantado árboles. De momento disfruto lo que puedo y me busco la vida en una profesión inmersa en época de cambios y azotada por los intereses y las nuevas tecnologías. Aunque esa es otra historia.

4 comentarios en “El sargento Ripoll

  1. Muy bonito escrito, Paco. Las vivencias de la mili es cierto que nunca se olvidas y enhorabuena al sargento Ripoll por ser tan buen militar.

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